Sin retorno [Fragmento 10]
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mal cambio de marchas. Se adentró entre las homogéneas calles del Bloque Púrpura en busca del único médico al que le podría volver a confiar su vida en un momento tan crítico como aquél. Dio unos cuantos traspiés hasta que por fin encontró el sucio callejón donde sabría que podría encontrarlo. Tamborileó la puerta arrítmicamente, como si de un código morse se tratase. Y no tardó la puerta en descubrir, tras la penumbra, a un señor de poca estatura que lo contemplaba con cierta distancia tras unos humildes quevedos.
Hizo un análisis de contenido, calculando la gravedad de la herida sin dejarle todavía entrar. Sopesó la urgencia observando la demacrada cara del sabueso.
—Malos tiempos para que te partan la cara...—. Miró su reloj de muñeca y chasqueó la lengua. —Creo que puedo hacer horas extra.
Cabeceó y le dejó entrar. Le indicó que se sentase sobre la silla de operaciones que había en el pequeño salón, al fondo de la casa. Había muy pocas luces encendidas, por no decir un flexo de luz de quirófano sobre la silla de operaciones y un par de velas que creaban un efecto psicodélico en las paredes.
Ojeó la herida que escondía el sabueso tras su palma y resopló. Su gesto tornó a una sonrisa resignada del mítico bonachón de barrio que no tiene mejor cosa que hacer que amparar a desgraciados como él.
—Los rumores cuentan que volviste por casualidad cuando menos tenías que volver—. Se estaba aseando y desinfectando sus utensilios para empezar la operación. Midió el trozo necesario de hilo que necesitaba para cerrar la herida y sacó de un cajón puntos cicatrizantes.
Pintaba chungo la extracción de bala, muy cerca del corazón pero no lo suficiente como que, en un pequeño fallo de extraerla, perdiésemos la vida de un sabueso. Su contrato de profesionalidad lo obligaba a salvar hasta al más canalla de la célula. Y nunca revelar a quién había atendido ni aunque le apuntasen con el cañón en la sien.
—Entiendo que sabes que han puesto precio a tu cabeza... Toma, ingiere— le indicó que tomase dos pastillas de dudosa procedencia y bebiera un poco de ron que tenía en la mesa de operaciones. —Sufrirás lo justo. Son de diseño. Pero me simplificarán el trabajo.
Ya no oía al médico sino un zumbido que lo acechaba y lo paralizaba. Pero no sabía describir bien si la droga que le había dado era tan fuerte como para dejarle tan atontado como consciente de todo lo que ocurría, o si es que su cerebro le recordaba que todavía no podía morir.
Su cabeza empezó a delirar, pero la cantidad de pastillas que el médico le dio no era suficiente como para matarlo, sólo para despistar a la conciencia e inhibirle del dolor de extraer a pelo una bala del pecho. El sabueso parecía aturdido, en su cabeza resonaba una voz infantil que le cantaba con una voz aguda, un tanto pastelosa y empalagosa:
El médico sacó la bala y la observó con atención: sabuesos cazando a sabuesos. La marca tallada de cada sabueso era particular. Así se sabía de quién era cada encargo y a quién otorgar la debida recompensa. El médico se quedó sopesando el futuro de este perro de caza: pintaba tan turbio que le sobresaltó el trueno que sonó. ¿Llovía? Se apresuró a coserle el pecho. El efecto de las drogas no era duradero. Menos las probabilidades de que les encontraran en plena faena y salieran ambos bien parados.
Tenía que sacarle del trance en el que le había inducido. Sentía que un sabueso andaba cerca. Y al inclinarse hacia su paciente
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