Nunca la misma; siempre diferente


Inmarcesible
Que no puede marchitarse.

Siempre el mismo discurso que no marchita, las mismas palabras cansinas, arrastradas, casi automáticas, sin ser románticas, siempre el mismo augurio, las mismas resignaciones prescritas, los mismos focos sobre la misma mirada de ojos: la nostalgia de poder haber sido otro quien se comiese el marrón. De los tiempos donde una se engañaba a sí misma y el reflejo le decía que no, que no eran buenos tiempos para sentir afecto ni pedir cariño, o la herencia, o la querencia en la que siempre se queda, esa estancia de indiferencia, no hay ventanas, sólo espejos y a caminar a tientas.

Siempre es el mismo sermón inmarcesible en sus renglones, jugando en los laterales, recortando los bordes, sin ser extremistas opuestos, siempre conociendo las reglas, los juegos sucios, los trucos, temiendo los ases bajo las mangas, los puñales por la espalda. Siempre es el mismo resultado para quien juega en casa. Sin embargo nunca es la misma persona quien apuesta al rojo, y llora negro vergüenza, siempre viene alguien diferente a este fracasado jackpot. Y es entonces cuando comienza el cronómetro a contar cuánto tarda en perder esas palabras que en tropel salen de sus gargantas, pierden fuelle en la pared contra la que se estrellan, es aire que se escapa como el dolor del silencio tras un rodillazo en el vientre, o como un tren que sale tarde de la estación, perdiendo por su trayecto gente, y no llega más lejos que a un agrio café aguado y caliente.

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