Llegó con las manos repletas de esas grageas de colores que tan mágicas sabían según el momento en el que las tomases. Anduve hasta donde ella podía alcanzar a andar: el límite entre ambos mundos y donde siempre nos íbamos a ver. Observé uno de esos caramelos frutales y ella me comentó que llovían del Gran Árbol dactiliforme. Recuerdo que su sonrisa iluminaba ese encuentro y tras comerme una gragea, ahora el recuerdo lo percibo incluso más dulce.
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