GLACIARES HURAÑOS

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Inspiró profundamente y decidió abrir los ojos al mismo tiempo que lo espiraba paulatinamente. Debía relajarse por un tiempo antes de volver a batallar; y era en ese instante cuando todo estaba en calma, y podía concederse un tiempo para sí. Agarró la pastilla de jabón y la dejó disolverse entre las aguas de aquella bañera improvisada en piedra que había en el refugio. El agua estaba en su punto: tan gélida como los icebergs que tiempo atrás anduvieron. Era la temperatura en el que sus poros se abrían completamente y sus demonios se congelaban una vez relajaba los músculos. Eso quería pensar, y la funcionaba.

Fue metiéndose con delicadeza, primero una pierna, después la otra, hasta quedarse sentada, abrazándose las rodillas y mirando al infinito. Exhaló el calor de su cuerpo, pero su acendrada palidez ni se estremeció. Sentía el posible recorrido de una lágrima que nunca saldría de sus ojos. El tiempo estaba congelado. Se percató entonces de la tableta de chancaca que se había colocado al borde de la bañera; partió un poco y se lo llevó a la boca. Era el dulce sabor de la amargura, del silencio, del limbo de dejar la mente en blanco por un momento y no pensar en nada. Las paredes de aquel inhóspito lugar le recordaban a malos tiempos, pero no se dejó llevar por las memorias.

Se fue tumbando poco a poco, boca arriba, y sumergió la cabeza en el agua helada. Sólo se concentró en masticar la melosa pasta y fue cerrando lentamente los párpados hasta sentir que fluctuaba, que mudaba de piel, que no estaba en su pellejo y se imaginó por breves momentos que todo aquello no era más que un sueño.

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