HÁLITO DE HUMUS

[...]

Me encontraba arrodillada en uno de los altares. Fingía que oraba en la parte del absidiolo derecho de una de las iglesias de la Gran Urbe. Me encontraba en la parte más recogida, para que el párroco no me viera mientras conjuraba; a mi lado Spya, jugando con el filo de una de sus dagas de mano. No era la zona más inspiradora para que la nueva portadora de la Corona, —o sea, yo— manejara magia oscura, pero sí la más segura. Mis mantras oscuros se interrumpieron con la abrupta entrada de un guardia al establecimiento. Sus pisadas resbalaban por el suelo encerado de la iglesia, así que antes de que llegara al ala derecha, donde estábamos, ya sabía que eran noticias importantes. Por lo que levanté la mirada y miré al párroco. Éste continuó su sermón como si no lo hubiese visto; y cuando el guardia llegó a donde estábamos  y me susurró las novedades al oído, realmente me enfadé al oír su nombre.

—Creí que había dicho que la quería muerta.— Debí decirlo con tanta rotundez que el párroco levantó la vista, sin dejar de pronunciar el sermón, elevando incluso la voz para que no se oyeran las conversaciones.

Spya se incorporó y empezó a acercarse al guardia. Éste empezó a sudar como si temiera por su vida. «Y más le valía; me tenía que hacer respetar entre mis nuevos esbirros.» El guardia se acaloró argumentando sus fallidas acciones y entonces blasfemé. El párroco paró su sermón abruptamente y me dirigió la mirada atónito por mis palabras. Afortunadamente el pueblo andaba enloquecido con la palabra de la divinidad que le vendiera este párroco, y no se percató de la tensión que se había creado por una horrible noticia. Bajé mi tono de voz y le agarré de las solapas al guardia:

—Hazlo saber. Propágalo como una epidemia: la quiero muerta. La recompensa será magna. La quiero muerta. Bajo tierra. Colgada. Como mejor les venga a los cazadores o a quien se anime a matarla. Exiliada y muerta. No la quiero ver por mis tierras. ¿Ha quedado claro?

—Como el agua, mi Reina.

Todavía agarrado, esbocé una pequeña sonrisa. «Como el agua, dice. Qué sabrá cómo de clara se ve el agua, este pagano.» Le solté y se fue como alma que lleva el diablo. Entonces me encontré murmurando que no es que la quería muerta sino que si no moría, acabaría yo misma muerta.

—Kavi viva es un peligro para mí.— Aseveré finalmente, y miré las cristaleras. Empezaba a llover afuera.

[…]

[Fragmento integrado dentro de un proyecto de novela real en proceso (por Victoria H.C. )]

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