Un cuento superficial.

Érase un persono llamado Gualdo, El Feo, que quería ser guapo, pero era horrendo. Que conoció a una Hermosa Hibisco, que quería ser la más halagada de todo el Reino, pero aún coqueta y bella, nadie se atrevía, de lo guapa que era, darle ni un trisco.

Gualdo, El Feo, era bueno de corazón y rubio, con melenas de oro pero su afeado jeto espantaba hasta al monstruo más tremendo. Hibisco, La Hermosa, era bondadosa y tenía los cabellos del color del arrebol, todos los atardeceres se ponían en su melena, y en sus puntas los ocasos, pero su perfección desmesurada, alejaba hasta el más valiente o apuesto.

Un día Gualdo, El Feo empezó a llorar, en medio del bosque, sonando como un trueno de ronco. Asustó a media fauna y la otra media flora se encogió del acongojo. Hibisco, La Hermosa que andaba de paseo, oyó los sollozos desde el otro lado del bosque y se acercó. Y al ver a Gualdo, El Feo, tan feo y llorando, no pudo más que apartarse y seguir su andadura. Y él al ver a Hibisco, La Hermosa, tan bella y tan esplendorosa, no pudo pensar sino que era inalcanzable.

Y tú lector o lectora, ¿qué te creías? ¿Que iban a acabar ambos como pareja de cuento? Pues no, oma, no. Eso sólo pasa en los cuentos espléndidos. Aquí, los dos tontos no supieron ver más allá de lo superficial y sumergirse a conocerse mejor.

Y por ser realistas, así pasa con los prejuicios con todo en esta vida. Así que Gualdo, El Feo, no se comió nunca un rosco, y a Hibisco, La Hermosa, no se le acercó nunca un moscardón alagando.

Y en este cuento no comieron perdices porque estaban en crisis, y no vivieron felices porque no vieron más allá de sus narices.

Y colorín colorado, este cuento hibisco-gualdo ha terminado.

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