Cocodrilo rojo.

Olía a jarabe de caña desde la linde del bosque. A lo lejos divisaba un chiki del cual salía humo por la chimenea. Parecía un pueblo fantasma. Pero alguien andaba por ahí. La intuición seminola me lo indicaba claramente: aparte de las huellas de pisadas, no pieles desnudas, sino botas y el olor a pólvora, tenía la corazonada de que pieles blancas habían pasado arrasando todo cuanto encontraron.

Sentí el impulso de mirar adentro del chiki de la gran Abuba; pero mi sexto sentido me indicó que no lo hiciera y que asumiera que pieles de cuero habían extinguido cualquier hálito de vida de mi pequeña colonia.

Aun así, lo hice. Entré en el chiki y con resignación me enjugué las lágrimas que dieron paso al odio, después a la ira, y finalmente al sentimiento de venganza.

 

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