VIII. Nuevo hogar


VIII. Nuevo hogar

 La Hermana Isabel lloraba más que cuando se fue Él, -creo que me tenía más afecto a mí que a Él-; aún así, lloraba. Mis ojos lacrimosos miraban al interior del monasterio mientras abrazaba a la Hermana Isabel.

“Salgo al exterior querido convento, salgo del lugar que me engendró, me vio crecer, me protegió y creó una infancia para mí”.

Cuando llegó el turno de despedirme de la Hermana Dionisia, yo no fui tan formal como lo fue Él, yo le abracé como había abrazado a la Hermana Isabel: tiernamente y con pena. Ella creo que se sorprendió, ninguno de los compañeros que anteriormente se habían ido, la habían abrazado jamás. Pero supo entender la situación, y de la misma manera, me devolvió el abrazo.

Noté que la Hermana Dionisia lloraba con pena. “Les echaré de menos”. Ellas fueron muy amables conmigo durante mi larga estancia en el orfanato, “y yo se lo agradezco con un gran abrazo”.

Al darme la vuelta para ver quiénes serían mis nuevos padres, -para empezar mi nueva vida en un nuevo hogar-, pude apreciar los rostros de amabilidad de aquella pareja. Al mirarles a los ojos me dio la sensación de que eran buenas personas pero, fue momentáneo. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, “¿qué pasa?”.

Recuerdo que me giré hacia la Hermana Isabel y la Hermana Dionisia; ellas me saludaban con la mano, ambas gesticulando amablemente vete, vete a conocer tu nuevo hogar…pero una vocecita dentro de mí me decía no lo hagas.

Aprieto con fuerza a Peluche Protector y, enfilo el camino al coche. Desde mi ventanilla me despido finalmente de ambas Hermanas. Me pongo el cinturón y abrazo fuertemente al felino.

El viaje es largo, y la pareja que me ha acogido no para de hablar. El hombre conduce, y la mujer que está a su lado, no para de girarse y de preguntarme cosas, pero yo no contesto. Me da miedo que esté tan eufórica. “Su actitud asusta”.

Parece que el viaje es interminable, el paisaje se aleja de lo urbano, aparecen extensas dimensiones de campos verdes; huertos poblados de hortalizas y a los lados, sendos árboles fruteros… Campo, hierba, huerto, campo, árbol, árbol…más árbol…huerto...  La zona a la que se supone que voy me empieza a agradar. “¡Qué tranquilidad! En el campo casi siempre se está tranquilo”.

El coche se ha parado, “¿ya hemos llegado?”. Giro rápidamente mi cabeza para ver mi nuevo hogar, pero me topo con la cara de la mujer. “Me ha asustado”.

« ¡Ya estamos!», me dice con un canturreo muy anómalo, que no me gusta ni una pizca. Saliendo del coche, con Peluche Protector entre mis brazos, admiro mi nueva casa: “¡menudo caserón!”. Aparentaba tener dos pisos…o tres, en todo caso me parecía inmensa comparado con lo diminuta que era yo por aquel entonces. Cogí mi maletita con ruedas y mi mochila, y siguiendo a la pareja, me adentré en la casa.

A primera vista, un sitio acogedor: un hall espacioso con un banquillo a la entrada, un perchero para la ropa y otro para dejar las llaves; a mano izquierda un salón cuya calidez te atraía hasta  lo más profundo de éste donde estaba situado uno de los grandes sofás, en cambio, a mano derecha, estaba la cocina, cuya puerta trasera conectaba con el jardín privado de la casa.

En frente, unas escaleras que accedían a las habitaciones -supongo-, y sin subir por ellas, enfilando un camino recto, a la izquierda, el baño y el cuarto de estar; y el estudio, a mano derecha –empotrado en la pared, debajo de la escalera, compartiendo pared, con la cocina y, con vistas al jardín-. Además de una de las puertas que daba directamente con el jardín trasero de la casa, había un portón aparentemente pesado al lado del baño; el sótano, “oscuro seguro”.

«Planta baja, analizada».
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