VII. Superación

VII.  Superación.
Pasé once meses llorando, once meses sola, once meses duros…fueron once meses de completa soledad. Once. Y yo tenía sólo ocho años. “Ocho años que se pasaron rápido. Los ocho quedaron atrás”.

Nueve, son muchos más.

En mi noveno cumpleaños, la Hermana Isabel me regaló un peluche que había sido donado anónimamente al orfanato. Era un gato, un felino negro con los ojos verdes y la nariz rosada, “como la de… Él”, pensé tristemente. Se veía que había sido usado, pero el detalle me alejó de mis penas por un momento.

Ella me dijo que era un regalo de Dios por haberme portado tan bien, pero yo no creía en aquel señor llamado Dios, sin embargo, que alguien ajeno a mí, que le rezaban muchas personas, le entregase a la Hermana Isabel un regalo para mí…me pareció de agradecer.

Pasé muchos momentos con aquel felino: en los momentos en que me sentía triste, ahí estaba él para hacerme compañía. El felino vivía mis fantasías y mis aventuras por el monasterio; descubríamos tesoros ocultos en el jardín como, perlas de algún collar roto, piedras preciosas que La Hermana Isabel pintaba y dejaba escondidas por entre la hierba… Y por cada aventura, cada misterio, cada misión, se nos entregaba una recompensa, que era nada más y nada menos que un caramelo de menta.

Con aquel felino me olvidaba de mis males, el gato me acompañaba a la hora de dormir y mantenía alejadas a las pesadillas. Era un peluche protector. Mi Peluche Protector.

Yo continuaba sola, no me relacionaba con los otros compañeros del orfanato, sólo, con la Hermana Isabel, pero no podía estar jugando todo el tiempo conmigo, ella también tenía que realizar sus tareas, así que, quisiese o no, al final siempre me quedaba sola, sola pero con mi gato. La soledad se apoderaba de mí poco a poco, de mi inocencia y de la poca fe que me quedaba. “Sola me dejaron, sola estuve una vez…sola me quedé”.
Hasta que un día, una pareja de cuarenta y pocos años me adoptaron. Había pasado justo un año desde que se fue Él. La escena se repetía de nuevo, pero estaba vez yo era quien se iba, y no tenía a quien confiarle nada. Sólo tenía a dos personas de las que despedirme.
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