III. Gotas heladas, recuerdos perdidos
III. Gotas
heladas, recuerdos perdidos.
Sigue
lloviendo y aún no llegan. Habrá atasco seguramente. Pero, no me importa, el
que lleguen o no, da igual, “total, nunca aprecian mi presencia”.
Soy
adoptada desde mis nueve; antes, vivía en un orfanato con otros niños. Convivía
con los de mi edad y con otros más mayores. Me limitaba a obedecer, y a seguir
las normas sin desviarme del camino, aunque alguna vez hiciese alguna que otra
pifia junto con otros del orfanato.
No
todos podían salir al exterior, y menos al patio, pero sí, al jardín trasero.
Nos decían que estábamos mejor dentro del convento. El orfanato era inmenso, o
eso me lo parecía a mí. “Yo era muy pequeña”.
Todos
los días desde los grandes ventanales del orfanato veía que algunos compañeros,
se iban, con gente -que no conocía de nada-, en grandes y lujosos coches.
La
actitud de mis compañeros al ver a esas personas era muy variada: a veces
lloraban y otras veces reían. Cada
vez que se iba uno, dos o más compañeros, contaba los días que estaban fuera.
Siendo pequeña, crees que es un juego más, como un escondite que duraba una
eternidad. Siempre que venía un coche, yo suponía que volvían los compañeros
que se habían marchado, pero el coche, -de distinto color y forma-, con nuevas
caras y distinta gente, no devolvía a mis compañeros sino que más bien, recogía a otros tantos más.
Yo
me preocupaba día tras día, y me preguntaba el porqué de su no-retorno al orfanato. Pero un día en el jardín con
uno de mis compañeros… “¿cómo se llamaba?” Ya no me acuerdo del nombre, sin
embargo, sí de su cara. Un chavalín con el pelo castaño claro y lacio, que le
caía por la frente, y le tapaba sus ojos anaranjados color almíbar; un niño
cuyos pómulos rosados -pero no extremadamente rosas- decoraban sus mejillas con
cada cambio de temperatura; con pecas claras por toda la cara, nariz respingona,
orejas pequeñas y una sonrisa de media luna dibujada en ésta. Un chico amable.
“¿Y no me acuerdo de su nombre? Idiota,
eres idiota”. Como no me acuerdo de su nombre lo pasaré a llamar Él.
Como
decía; un día con Él, en el jardín, mientras replantábamos un manzano y
regábamos las demás hortalizas del mini huerto, llegó una de las sores que nos
cuidaba. Venía con una sonrisa puesta en la cara y los ojos llenos de lágrimas.
A grandes voces repetía:
«
¡Milagro, milagro de Dios!».
Él
y yo nos dimos la vuelta, y miramos a la Hermana que estaba roja. Cuando estuvo
lo suficientemente cerca de Él, sin previo aviso, se abalanzó y le dio un
abrazo bien grande y fuerte. Repetía
una y otra vez, « ¡Milagro, milagro de Dios, hijo mío…esto es un milagro de
Dios! ¡Nosotros le rezamos y él nos lo agradece! ».
Ninguno
de los dos lo entendíamos, pero nos alegraba ver a la Hermana Isabel tan viva. Yo
le pregunté el porqué de esa alegría,
ella me respondió entre lágrimas: « ¡El amado Dios encontró la familia buscada
para…Él! »-Para mi compañero-. La Hermana hizo que Él se pusiera de pie y,
entre empujones insistentes, le fue llevando hacia la salida, “hacia el
exterior”.
Yo
los seguía; no entendía lo que nos había dicho La Hermana Isabel.
Al
llegar, al hall del orfanato, -el
lugar de las visitas-, aprecié un coche negro bastante grande y elegante,
lujoso…; a su lado tres personas, una mujer y un hombre hablaban con La Hermana
Dionisia.
Al
vernos llegar, los extraños, abruptamente, cortaron su conversación con la Hermana
y se dirigieron hacia donde estábamos. La mujer sonreía con lágrimas en los
ojos, que se le derramaban por sus mejillas; el hombre seguía al lado de La
Hermana Dionisia y observaba a la mujer.
Él,
mi compañero, estaba asustado y no entendía por qué la mujer lloraba mientras
le acariciaba la cabeza, Él buscaba mi mirada; pavoroso, se retorcía de los
brazos de La Hermana Isabel -que le sujetaba los hombros con sus manos-. La
Hermana Isabel le debió de tranquilizar pero no oí lo que le dijo; estaba
detrás.
La
mujer no paraba de llorar; La Hermana Dionisia se le acercó, y la abrazó
cariñosamente, separándola de Él, éste se tranquilizó un poco más y,
escabulléndose de las manos de la Hermana Isabel, vino a mí lado, “conmigo, se
sentía seguro”. Su reacción, hizo reír al hombre que ahora tenía rodeada entre
sus brazos a la mujer. No me había fijado antes pero, ambos, tanto el hombre
como la mujer, iban bien vestidos con ropa colorida -que parecía cara-.
La
Hermana Dionisia le hizo un gesto a Él para que se acercara, y así lo hizo. La
Hermana le debió de decir algo muy serio puesto que su cara tornó bruscamente,
ya no parecía que tuviese miedo de esas personas sino que más bien, le agradase
su presencia.
Sin
pensarlo dos veces se dirigió rápidamente al interior, yo le grité espera, no me oyó, así que le seguí.
Fue
hasta su habitación atravesando el gran habitáculo. Yo, siguiéndole, entré por
la puerta que conectaba el pasillo con el
gran habitáculo de « La zona masculina», pero, según cómo decían las
normas, paré en seco y esperé a que saliese él. Tardó unos minutos, pero al
quinto, apareció. Llevaba un maletón, aparentemente lleno, con ruedas, en su
mano derecha y en la izquierda, Sibu,
su peluche favorito: un conejo de pelaje blanquecino, ojos azul oscuro, nariz
rosada y bigotes largos como las orejas.
Al
verme ahí parada, él se detuvo.
Nos quedamos mirándonos fijamente.
En su momento pensé que si se llevaba a Sibu, era porque estaba triste; siempre que Él se ponía triste, se llevaba a Sibu consigo. Pero, “¿adónde te fuiste?”. Porque ni tú ni Sibu regresasteis.
Nos quedamos mirándonos fijamente.
En su momento pensé que si se llevaba a Sibu, era porque estaba triste; siempre que Él se ponía triste, se llevaba a Sibu consigo. Pero, “¿adónde te fuiste?”. Porque ni tú ni Sibu regresasteis.
-¿Qué
haces? ¿Estás triste?-digo finalmente.
-No.
¿Por qué? ¿Es porque me llevo a Sibu
conmigo?- asiento- No, no estoy triste, estoy feliz, supongo… He de irme.- y
enfila el camino hacia la salida. Yo rápidamente me pongo en medio y, con los
brazos estirados, le hago pararse de nuevo.
-¿Adónde?
-No
lo sé, pero me llevan- me dice esbozando una gran sonrisa que no me
tranquiliza. Ante su desconcierto de no
saber adónde se iba, no dudo en decirle una de las preguntas más obvias que
se me ocurrían en ese momento:
-¿Volverás?
-No
lo sé, espero que sí, ¿no?- vuelvo a asentir pero con más pena, Él se percata
de ello y, acercándose a mí, me retira delicadamente los brazos. Siguiendo así
su camino.-Tranquila…
-¿Y
si no vuelves como los demás compañeros?- vuelvo a interponerme entre su meta y
él, esta vez, tengo los puños cerrados y los brazos tensos hacia abajo. Mi
mente empieza a imaginarse lo peor: ¡se
va! ¿Y no volverá?
-Creo
que volveré, y si no…-se pone dubitativo, pero se le ocurre algo- ¿Y si hacemos
una promesa?