MIRLO SIN ALAS

—Pasa la masa de ginkgo que he dejado ahí.

—¿Te ayudo, Ero?

Me miró por un instante y negó con esos ojos cargados de impotencia y resignación. El contacto le hacía recordar que su piel sufrió mientras aquel malnacido se aprovechaba de ella. Pero había zonas que ni una misma podía llegar para esparcirse las cremas que La Yaya preparaba para ella, junto con los ungüentos de sémola ocre.

                        —Krot.

—Hm— bisbiseé.

—¿Cuántos mirlos habrán muerto sin alas?

No dije nada y cuando Ero se giró hacia mí y vi en sus ojos un atardecer rojo de lloro consumido, entonces musité:

—Hay mirlos que escapan en bandadas, Ero. Algunos se salvarán.

Ero, lo recordaría cada segundo de su vida por si lo olvidaba.


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