XI. Marginada social -mente reconocida

XI. Marginada social (-mente reconocida).

Primaria se me antojaba ya pesada así que, gracias al sistema educativo de aquel pueblecito, con trece -y poco más-, ya pasabas al instituto.

“Bueno no exactamente al instituto: primaria hasta los doce años, pre-instituto, es decir, un año entero en un aula preparándote para el instituto, repasando los estudios primarios y haciendo una breve brecha en los temarios secundarios, y, con trece -a punto de catorce-, pasabas al instituto”. Total que llegaba al punto de acabar mis estudios primarios y empezar la secundaria; la famosa Etapa de cambios, tanto físicos, -corporales- como psicológicos,  -mis maneras de pensar-.
Realmente, no noté el Gran cambio puesto que el comportamiento de mis compañeros hacia mí, el trato, el respeto, la ignorancia…el llamado bullying, seguiría ahí presente.
     A la desesperada, habiendo cumplido mis catorce, -y ya en el instituto del pueblo-, tuve la maravillosa idea de suicidarme, “quizá yo no soy de esta época y por eso no encajo. Debo reencarnar años después y volver a nacer”.

La idea se me ocurrió porque era muy consciente de que no tenía amigos, ni en el recreo para dar una vuelta y disfrutar del almuerzo de media mañana, ni para ir -al menos-, juntos a la biblioteca y estudiar, o resolvernos dudas mutuamente respecto a la tarea dada ese día.
No teniendo dichos amigos empecé a tener ideas de desaparecer, borrarme del mapa en el que me tocó nacer. Esa -si se puede llamar- idea, se transformó al cabo de unos días en un plan infalible. “Casi infalible”.
Mi espléndido plan era tirarme desde la azotea del instituto, así, por poco tiempo, parecería como si estuviese volando –hacia abajo-, pero volando. Libre, -o casi- como un pájaro. Pero no podía engañarme aún siendo tan inocente, ya que muy dentro de mí existía  La vocecita de emergencias, que salía en casos extremos, cuando intentaba cometer una estupidez de la que me podría arrepentir, -y en este caso, si me hubiera suicidado, no me daría tiempo a lamentar-.
A dicha vocecita, la apodaba con otros tantos nombres como mi escolta personal; el tutor que guía mis pasos o, como había oído nombrar a mucha gente -ajena a mí-, Mi ángel de la guarda. Para mí sería  El Guardián de mis actos.

El Guardián asomó de forma súbita y espontáneamente en el momento más crítico de la escena: el impulso, el salto al vacío.

No volveré a pensar en ser el ángel -literalmente- caído...

Aunque, sigo preguntándome qué fue lo que me frenó, qué hizo pensar a esa vocecita para que saltase a mi rescate, como el pilotito que avisa cuando hay un cortocircuito y los plomos son bajados automáticamente. “¿Qué fue? ¿Acaso fue que pensé en un futuro tan lejano que casi me parecía imperceptible, donde mi vida cambiaría y yo sería… feliz?”. Puede que fuera eso, puesto que repentinamente me bajé del alfeizar de la azotea del instituto.

No era capaz de hacerme tal cosa, de modo que, habiéndome ya bajado del alfeizar, me di la vuelta, recogí la mochila que había dejado al lado de la puerta -que conectaba la azotea con las escaleras del tercer piso del instituto-; abrí la puerta, y como un rayo, salí corriendo de vuelta a casa.

No volví a pensar en ello.

De vuelta al presente…aquí estoy.

Sigue lloviendo, y ahora con más intensidad; definitivamente, “hoy ceno sola otra vez”. Si me paro a mirar de nuevo al cielo, sólo veo nubes cargadas de agua que lloran como yo, pero sin razón alguna para ello, “o eso creía…”.

La Hermana Isabel me dijo una vez que las nubes lloraban porque tapaban, y obligaban a ocultarse, al radiante sol de cada mañana. “Pues, no las entiendo”; las nubes grisáceas como pintura esparcida al azar sobre un lienzo violáceo, -malva intenso en el horizonte-, transcurrían libremente, a favor del viento, decorando el cielo de una manera única y excepcional.
Las nubes formaban parte de un colorido paisaje que, dependiendo de la estación, la humedad o simplemente, del momento, creaban una sensación distinta dentro de ti. En mi caso, las nubes eran bellas formaciones de gotas evaporadas. “No entiendo porqué a la gente no les gusta las nubes…”.

Ahora me percato del viento que corre por las calles del pueblo, éste toca mi cara de nuevo, suavemente, como si se deslizará por una figura de cristal frágil y no la quisiese romper; delicadamente. Aunque, no era viento lo que soplaba sino, más bien una leve brisilla que acunaba las copas de los árboles suavemente, con dulzura, como haría una madre que está adormeciendo a su hijo en la cuna.
Mis ojos miran sin mirar el bonito cuadro acabado y celestial, que presentaba la llamada estratosfera, o atmósfera en la que coexistimos –y en mi caso-, “un ámbito en el cual resisto”.

Noto que me he quedado,-casi literalmente-, en las nubes; sacudo la cabeza y vuelvo a poner los pies en el suelo. “¿Ya he vuelto a la realidad? Parece que sí. ¡Qué fácil es irse!”, pero qué difícil es aceptar la vuelta

Suspiro y, levantándome, me dirijo hacia la puerta de mi habitación. Agarro a Peluche Protector, y me lo llevo conmigo. Cierro la puerta y bajo los escalones hasta llegar a la primera planta: El Reino del Terror, o también llamado El hábitat de las bestias “aunque, ahora, las bestias no estaban”. Miro de refilón ambas habitaciones: la de Sheila, de puerta blanca, ya no conservaba las pegatinas que formaron, -en su momento-, su nombre; ahora se podía ver claramente un cartel de Prohibido la entrada con una clara advertencia en letras negras que decía: «Si me entero que has entrado, prepárate para morir».
Yo le tenía pavor -y odio- a mi hermanastra Sheila, por eso nunca entré en su habitación; “tampoco es que quisiera…”. Ella ya tiene la mayoría de edad, “ya es una mujer…”, mientras que Romaine, -un año menor que Sheila-, con sus diecisiete, seguía siendo muy inmadura; en su puerta azul, se podía ver esas letras de madera que construían su nombre. La verdad es que me gustó la manera con la que habían decorado sus respectivas puertas…así que me pregunté, ¿por qué yo no decoraba la mía también? Pero fue un pensamiento que se me borró rápido de la mente.

Bajo los demás escalones que conectan con el mundo terrenal, y me dirijo a la cocina, la encimera de mármol negro está limpia y apoyo a Peluche Protector sobre ésta. Abro el frigorífico y busco algún zumo de frutas bebible. “¡Encontrado! Y ahora, a pasar el resto de lo que queda de tarde asolas con mi felino sentada en una de las sillas de la cocina”.
Llevo un buen rato mirando al resto de las sillas que rodean la mesilla de la cocina que conecta con la encimera. Ahora la atmósfera ha cambiado, “¿o me lo parecía a mí?”:

Es sólo que… ¿Qué qué? No sé… Me da la sensación como que las sillas estuviesen riéndose de mí: ellas ahí, tan juntas unas con otras, pasando una agradable y calmada tarde de verano en una cocina. Como si yo no formase parte del entorno, como ese jarrón de un color rojo pocho que reposa tranquilamente en una vitro-cerámica negra y elegante, como si no encajase –de nuevo-.

Pongo una mueca en mi cara de desaprobación y, de un bote, me pongo de pie. Decidida, me dispongo a ir hacia el conjunto de sillas. Tengo la leve sensación de qué es lo que pretendo hacer, y no me niego a ello. Cuidadosamente, y sin hacer ni un ruido rodeo el grupo de sillas. “Las intimido, primero, investigo después”.

Son todas iguales, mismos detalles, misma ornamentación. Son repeticiones de la que fue original. “Copiosas. No tienen personalidad propia para cambiar el estilo, sino que copian y se quedan tan a gusto”. Son repeticiones de una, la Primera.

“Todas juntas, todas iguales. ¡Qué curioso! Es una similitud mi acertada con lo que pasa con mis compañeras de clase…”.

Me decanto por sentarme en una de ellas. ¿Cómoda? No; normal… “seguramente tendré la misma sensación con todas las demás”, pero como el opinar sin haber probado antes no me sirve, una por una las voy probando. “Iguales, sin duda”.

El hecho es que ¿Qué quería comprobar?

-Cabecita loca, ¿qué hipótesis…qué teoría querías demostrar?

“¡Ah! Ya veo”; todas esas sillas están juntas, unidas… mientras que tú, sigues sola. No puedes contentarte haciéndote creer que aunque éstas estén todas juntas -como en familia-, uniéndote tú, estarías más acompañada. No, no, no… Sigues igual… –ji, ji-.  “¿Por qué esa vocecita sarcástica aparece ahora? Con lo bien que estaba experimentando y llegando a una respuesta errónea”.

Admítelo, lo que quieres es tener a alguien, niña. Ese alguien que no está, ESO es lo que quieres. Dilo. ¡DILO!
“Quiero tener un amigo”.

Quiero sentir su compañía, su presencia. Tener una amistad con éste o ésta. Sentir que a su vera no puedo derrumbarme, sentir el calor de otro ser en aquella lúgubre buhardilla; mi habitación, mi triste y fría habitación.

Pero no fue posible. “Era otro lujo que no podía llegar a alcanzar”. ¡¿Era demasiado pedir?! Sí; al parecer.

“Y digo yo… ¿por qué se me adoptó?”.
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