Leyenda

  Iba a ser una semana larga; en teoría no iba a cambiar nada de su atormentada vida en aquella ciudad de pacotilla y mucho menos iba a suceder algo que le hiciese cambiar su opinión sobre la existencia. Lo que iba a pasar solo acrecentaría el patetismo que caracterizaba su carácter. Había recibido ya varias invitaciones para asistir al mayor evento celebrado en todo el año en aquella pequeña ciudad histórica de pintores y poetas, y las había rechazado todas en favor de la compañía de su soledad y sus temores.
  Por las calles y callejas se respiraba ya el ambiente festivo y se veían las guirnaldas de flores que decoraban todas las calles principales que llevaban a la plaza, donde, en el centro se erigía, sobre un alto y requetedecorado tablado de madera, la campana dorada de la cual se decía que traía buena suerte a todos los jóvenes enamorados que se declarasen en su presencia.
  Toda esa parafernalia única y exclusivamente por una campanita de bronce centenaria que cargaba con mil leyendas y cuentos de viejas prácticamente desde su creación.
  Se asomó al pequeño balconcito del salón de su pequeño apartamento e inmediatamente volvió a entrar dentro cerrando las ventanas a la alegre música de dulzainas que venía oyéndose desde la parte alta de la ciudad. Una lástima no asomarse al balcón en aquella ocasión, pues un sol de temprana primavera calentaba suavemente e iluminaba todo con su clara y nítida luz matinal.
  Los festejos habían comenzado la noche anterior con los primeros tañidos que avisaban de las vísperas de la gran fiesta. Los había oído desde la oscuridad de su habitación agazapada en su cama cubierta de mantas y rodeada de diversos peluches. Había escondido la cabeza bajo los cojines con el primer sonido esperando que terminase pronto aquel horrible ruido atronador que se atrevía a molestarla durante su sueño.
  A pesar de que la festividad era conocida en muchos pueblos a la redonda, la concurrencia de los actos solo constaba de los lugareños y algunas pocas personas de localidades no muy lejanas, que atraídas por el ambiente festivo y la superchería de tan sentimentalosa celebración, marchaban a pasar la semana a aquella vieja ciudad, antigua cuna de pintores y poetas.
  Los días habían ido transcurriendo para ella con relativa tranquilidad encerrada en su casa con un voluminoso tomo sobre su regazo o paseando al atardecer a hurtadillas por las callejas y algunas de las góticas iglesias, que se repartían por allí, admirándose de su arte y de la magia que creaban los cientos de colores de las vidrieras policromadas; totalmente ajena al sentimiento religioso. Por el camino de sus paseos o sus salidas al mercado por la mañana, había sido abordada por jóvenes que no aceptaban sus negativas o  simplemente esperaban una respuesta a la pregunta que le formularon días antes; los volvió a rechazar a todos cortésmente y se escabullía en busca de su soledad acostumbrada. El día de la gran celebración, el día propio de la misma fiesta, hubo sin embargo una especie de mudanza en su parecer y temprano por la mañana cogió su cesta de mimbre y marchó al mercado, más bien a los puestecitos que se habían montado en la plaza para la ocasión. Allí compró gran cantidad de dulces, algún que otro postre típico de aquellas fechas y hacia el final de la mañana se detuvo en el puesto que vendía los tradicionales ramilletes de hierbas y flores que los jóvenes se entregaban como promesa antes de presenciarse ante la gran campana dorada. Compró dos: uno de pensamientos y madreselvas para ella y otro de menta y flores de limón para él.
  La ceremonia se realizaría por la noche y como seguramente el tiempo acompañaría no se mudó de vestimenta y se quedó con su larga falda cobalto y su camiseta a juego, eso sí, por si acaso, se echó una chaquetita por encima.
***
  A eso de la caída del sol salió de su casa, cesta en mano con sus ramilletes y sus dulces pertrechos en busca de su acompañante. Recorrió así gran parte de las estrechas y empedradas calles medievales hasta casi las afueras de la ciudad donde el alumbrado era más bien escaso y los rumores de la vida hogareña apenas llegaban. Por el camino se cruzó con alegres niños y niñas que saltaban alegre contagiados de ese aire de fiesta que se respiraba, parejas de enamorados que de la mano se dirigían a la engalanada plaza y alguna pareja de ancianos abuelillos que volvían ante la dorada campana para renovar sus votos de amor; caso curioso el de ella, pues iba a la contra de todos aquellos. Cuando llegaba ya casi a su destino, hubo de deshacer el camino varias veces por equivocarse de dirección. Finalmente llegó junto a él al tiempo que los festejos daban comienzo.
  Aquella era una noche clara y despejada en la que todas las estrellas competían por ser la más luminosa del cielo celeste y el horrible relente de la noche había dado paso a una suave temperatura envidiable a la de cualquier noche de verano. Se oía una alegre música que invitaba a bailar a los más jóvenes y no tan jóvenes mientras los más mayores hacían corro y daban palmadas al compás. Los niños correteaban de un lado a otro persiguiendo a las niñas en una especie de parodia del juego amoroso de los mayores mientras la sidra y los manjares típicos no dejaban de circular  por la plaza.
  Todo esto al tiempo que sus compañeros rodeaban fríos, estáticos y silenciosos a la joven pareja que esa noche se declaraba su amor, los grillos entonaban su particular canción y  los cipreses acompañaban con su continuo susurro interrumpido a veces por el ulular de algún búho solitario.
  Este era el panorama del apartado cementerio donde llegaban amortiguadas las músicas y risas de la plaza y donde solo se respiraba un aire de respeto y sobrenaturalidad con cierta aura de misterio y emociones perdidas. En este marco se encontraba la joven pareja, yaciente él y ella sobre su tumba. El ramillete de pensamientos y madreselvas trenzado en su cabello y el de flores de limón y menta en lo que más o menos sería el pecho del difunto; difícil saberlo por la pesada losa de mármol que cubría el sepulcro. Más que la alegre música de la plaza, aquí se oían simples y melancólicas tonadas antiguas de amores frustrados y pasados, de letra sencilla y bien rimada entonados por una voz femenina y de cuando en cuando alguna histérica carcajada con un melancólico sollozo contenido dentro. Una estampa pintoresca o tétrica, todo depende de cómo quiera mirarse, quizá no menos romántica que la de la afluida plaza, pero sí más patética y dramática.
  Al toque de la media noche es cuando los enamorados comienzan a desfilar ante la campana ya intercambiarse las típicas promesas de un amor inocente y puro que quién sabe si duraría hasta el año siguiente. Fue entonces cuando en el apartado cementerio un desgarrado grito de dolor rabia y furia, propagó sus ecos casi hasta la plaza, éstos fueron ahogados por el alegre tañido de la campana dorada de bronce y oídos por unos pocos que lo achacaron al aullido lejano de un perro.
***
  A la mañana siguiente, la pequeña ciudad, descansada ya de los bailes y correrías de la noche anterior, comenzaba de nuevo su monótona y típica vida de ciudad pequeña de pintores y poetas. Las guirnaldas se descolgaron, los músicos se despedían de las calles, los puestecitos de la plaza se retiraban y la gran campana dorada volvía de vuelta a la torre de su catedral hasta el año que viene. Todo normal de nuevo.
  Esa mañana, descubrieron en el cementerio el desmayado y frío menudo cuerpo de la pobre infeliz, que había enloquecido. 
                                                                                                                                     Esther Ochoa

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