Humanos

   Metió presta algunas de sus cosas en una maleta y comprobó que tenía billete. El autobús salía en una hora escasa y todavía le quedaba comprobar que no faltase nada. Salió con el tiempo justo y en la estación aun tuvo que esperar al autobús unos largos minutos más. Cuando el vehículo llegó, fue la primera en subirse y acomodarse en un asiento de la parte trasera, lejos de los molestos viejos caducos que tosían y parecían ahogarse.
   Era una tarde cálida de primavera con mucho sol, que caía con justicia sobre todo aquel que no se protegiese bajo un frondoso árbol o se escondiera en una cafetería con aire acondicionado. El calor quitaba hasta las ganas de comer.
   Mientras el autobús se alejaba del límite municipal, pensaba en el programa de su viaje: tenía una catedral gótica que visitar, bibliotecas, iglesias, museos y varias casas históricas. Todo eso sin contar con su particular manía de visitar librerías, cementerios, cafeterías, tiendas de antigüedades y los pueblos de los alrededores. Seguramente cuando llegara no le daría tiempo a nada de eso; se retiraría a su hostal, dejaría las cosas y saldría a cenar por inercia. Eso haría.

***

   El edificio estaba a caballo entre un hostal de mala muerte y un hotelito pequeño suficiente para pasar un fin de semana de retiro; era lo más barato que pudo encontrar en mitad del casco viejo, las otras alternativas quedaban en los barrios de alrededor, muy lejos de lo que sería la verdadera ciudad.
   Su modesta habitación se encontraba en el último piso y tenía un pequeño balconcito que daba a la estrecha calle. Mirando de frente se podían ver las agujas de la catedral, que asomaban tras los tejados de los viejos edificios. También llegaba flotando el dulce olor a horneado de la antigua panadería, que estaba unos metros más abajo. Se oía el griterío de los niños en la plaza y el rumor de la vida urbana se colaba por la ventana abierta.
   Los propietarios eran un matrimonio anciano, pero agradable, que le aconsejaron lugares para comer y la invitaron a tomar un té en sus pequeñas dependencias. También eran tan amables con el resto de los inquilinos.
   No había comenzado a anochecer todavía cuando, después de instalarse, salió a buscar un sitio para cenar mientras daba una vuelta. Se apuntó la dirección del hostal por si acaso se perdía y dejando la llave en la recepción salió paseando hasta la plaza, cuyas terrazas estaban llenas y donde los turistas sacaban mil fotos a la catedral, que en ese momento cerraba sus puertas. Encontró una agradable bocatería en una de las callejas que se alejaban de la plaza y se hizo con una mesa cerca de la ventana. Cenó tranquila y despacio y después dio una larga vuelta hasta altas horas de la noche, que volvió al hostal por frío y sueño.
   Por la mañana despertó temprano y salió en busca de un café tranquilo y no muy abarrotado, pero el dulce olor de la antigua panadería hizo que al final se decidiera por comprar unos bollos de chocolate recién horneados y un café para llevar. Se sentó en un banco de la plaza a dar cuenta de su desayuno mientras observaba cómo iban abriendo los comercios y se adecentaban las calles. Sin volver al hostal, decidió visitar las ruinas del castillo en la parte alta de la ciudad. Se perdió varias veces al ir por las estrechas callejuelas que componían el casco antiguo porque se dejaba llevar, sin quererlo, por los ruidos y los olores. Encontró por intuición el camino que llevaba a la ascendente ladera en la que estaba el castillo, urbanizada y con calles que muchas veces tenían escaleras en el duelo de lo empinadas que eran. Después de este paisaje solo había un largo tramo de escaleras hasta el castillo, que solo se interrumpía casi al final para dar paso a un amplio y florido mirador desde el que contemplar la ciudad. Se detuvo allí unos minutos para descansar un rato y disfrutar de la panorámica. Se acodó en la balaustrada con la mirada puesta en todo y en nada.
   Con aquel magnífico telón de fondo con las torres de la catedral en el centro de un enmarañado entramado de telarañas de calles y calles constantemente recorridas por ruidosos motores con ruedas, parecía que el tiempo se había detenido y que solo quedara en movimiento la imagen de la monótona vida urbana; como un GIF que se reprodujese constantemente. La inmensidad de la urbe hacía parecer que todos sus habitantes vivieran como programados automáticamente pare ello: despertaban, iban a sus trabajos, comían, regresaban a sus casas y la tarde la dedicaban a ocios tan inútiles como ver el fútbol, beber en las terrazas de los bares o criticarse entre ellos. A los niños los iban educando igual: iban al colegio, hacían deberes, los llevaban a los parques a jugar con otros, cenaban y los acostaban con algún cuento de mentiras rosas. Ya perderían la inocencia cuando llegasen a adolescentes y tratasen de imitar a los mayores.
   Los únicos que parecían darse cuenta de esto eran los perros, pero ellos se resignaban porque eran perros y no había nada que ellos pudiesen cambiar; los gatos no, ellos con tener comida suficiente y poder campar a sus anchas estaban a gusto, si no, se echaban a la calle en busca de la vida que ellos querían.
   Al fin y al cabo, amos y mascotas no eran tan diferentes, aunque hubiera más humanos perro que humanos gato. Los humanos perro eran aquellos que vivían esa vida monótona e insulsa y la asumían sin una queja; por eso eran humanos perro, porque al igual que ellos se conformaban y no cambiaban nada. Los humanos gato eran aquellos que tenían las agallas suficientes para dar portazo a ese insípido modo de vida y marcharse en busca de uno en el que se sintieran a gusto; pero eran muy pocos.
   Personalmente, no se consideraba a sí misma ni gato, ni perro. De vez en cuando buscaba la soledad y la libertad, pero también gustaba de permitirse alguna rutina en su vida. Se sentía más bien como un canario, un animalillo pequeño y frágil atrapado en una jaula y que solo ansiaba abrir las alitas y volar. Un animalillo ignorado por todo el mundo, pero que debía permanecer atrapado solo para hacer bonito. La jaula era su vida y no había manera de abandonarla. Por lo tanto, el canario se consumía encerrado y cantando canciones como lamento por su  libertad perdida.
   Sonrió ante la comparación e hizo una bola con todos aquellos pensamientos para continuar subiendo hacia las ruinas del castillo.
                                                                                                                                   Esther Ochoa

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