Un nudo
Los nudos en la garganta son lo peor. Es como si hubiera un puño directamente dentro de la laringe y éste intentase expandirse haciendo saltar sangre y trocitos de cartílago en el proceso. Cuando abres el grifo de tus ojos y dejas que las lágrimas corran y arrastren consigo rímel y (el) maquillaje (de tu fachada), te crees a salvo. Entonces tragas saliva y el nudo te recuerda su presencia haciéndose más compacto y duro. Tanto que casi impide que el aire pase a tus pulmones. Eso y el propio dolor físico que sientes hacen de tu desgracia, aunque ya lo sea, la más grande del mundo.
Luego intentas calmarte, te tumbas, das vueltas, reflexionas, te muerdes el puño... todo ese tipo de cosas. Para nada. Siempre hay algo en la garganta dando puñetazos desde dentro exigiendo que las lágrimas afloren. Ese algo siempre gana la batalla y se sale con la suya.
Hay dos tipos de llanto: el primero, en el que lloras sin hacer ruido mientras estrujas la almohada, un cojín, a ti mismo (lo que sea); y el otro en el que prorrumpes en sollozos, tienes ganas de chillar, arrancarte el pelo, revolverte... en definitiva: de hacerte daño. Este último es el más artificioso y llamativo; es el que todas las películas o farsantes imitan patéticamente.
Después de llorar se te queda una sensación extraña, una extraña calma, como si unas raras nubes de cambio aparcasen estáticas en tu mente. Levantas la cabeza como sin saber qué ha pasado y sin recordar apenas nada. La cabeza está vacía. No te sientes mejor ni peor, simplemente sientes. Nada. Ves alrededor y agradeces estar solo.
Todo ha pasado ya, o al menos en apariencia.
Desentumeces tu cuerpo poco a poco: el cuello, los brazos, las piernas, incluso el estómago. Un par de parpadeos rápidos, cuatro respiraciones y retomas tu vida de nuevo.
Esther Ochoa