Pasó.

«Panta rei» decían. Como si todo fluyera y no volviera de nuevo. Pero los acontecimientos y sus consecuencias son parte del mismo juego: la resaca del mar, una ola que siempre vuelve al puerto. Una y otra vez, y se estrella contra las rocas del acantilado para hacerte ver que lo bueno ya pasó y ahora se compensa con lo malo. Pero no elegí este camino por placer: es el sino que se me fue entregado.
Cae la oscuridad sobre el campanario. Una torre que en la vigilia del trasnochador ilumina sonoramente la noche, sobresale de entre el nublado paisaje gris violáceo. Cada campanada acompañada del pitido de oídos que no me deja dormir. Aunque yo ya no vivo en mí; lo sabe el porvenir, lo saben las ojeras que se aventuran conmigo a cualquier devenir, lo sabe la marca de culpable y el testigo que siempre alguno dejo vivo cuando otro ha de sufrir.

Siempre hay más trabajo cuando cae el sol y la hipocresía se esconde. Las sombras se moldean y la maldad la dan forma los gatos pardos que llenan sus zarpas de sangre, que corrompen al ser, desvirtúan su humanidad y sus vacías vidas las rellenan con el destrozo que causaron a terceros. Víctimas de su indiferencia, su soberbia y su engaño. La mentira va andando.

Hasta entonces los desamparados volcaban sus esperanzas y súplicas en un ser superior fútil e inexistente que, con ofrendas a quienes decían ser sus consejeros, expiaría cualquier pecado o sentimiento de venganza contra aquellos que realmente pecan. Hasta entonces había caos sin orden ni ley, sólo un puñado de pergaminos que fingían ser la encarnación de la justicia impresa y escrita, y que nadie quería creer. Hasta entonces había caos. E invocaron al anticristo: sólo oí los gritos. El espacio siguió siendo un ovillo deshilachado, confuso, con ruido, desengaños y delirios, más violento y distópico, pero seguía habiendo gente con fe. Y de su poca felicidad que les quedaba, nací yo.
Del dolor compartido y mutuo entre dos sufrientes, testigo e hiriente, apático y paciente, renace una flor. Crece. Se hace fuerte, raíces con la mala suerte de crecer de un sentimiento funesto. De una sensación que cuando pasa, se vuelve indolora y ausente. Etérea.
El alba tardará en salir hoy.
Toca ir de caza.

Agarré el arco con decisión y desde lo alto de la torre atisbé mis presas: era Arrogante, otra vez haciendo de las suyas, Egoísta iba a su lado, de la mano de Soberbia, siempre tan peripuesta y nunca tan indignada como aquella noche. No habían tenido mucha suerte con los pocos transeúntes que habían pasado por las calles. Pero ya habían molestado a dos o tres inocentes: infravalorado su trabajo y pisoteado su humildad.
Necesitaban una lección.
«Con sangre, la letra entra.»
Ése es su final.

Tensé la cuerda del arco ya con una flecha de punta afilada preparada. Conté los segundos que tardaría una nueva flor en adornar los prados de esta humillante ciudadela que engloba a la mugre y a la muchedumbre, y sólo le di siete, como las que le dieron al felino por su astucia. Destensé y el sonido tajante y seco de la cuerda vibrando alertó al viento que cortaría con mi propia indiferencia el aire de los pulmones de Soberbia. En la cara de Egoísta ya se dibujaba el estupor y la palidez del mismo cadáver encapuchado y con guadaña que se llevaba la vida de Soberbia. Egoísta seguía petrificado; fue Arrogante quien se peló las rodillas al tirarse a recoger el cuerpo de Soberbia antes de que cayera en el suelo y dijera las últimas palabras: «Nunca fuiste mi tipo... Arrogante.» Oteé el horizonte con vistas a los prados de alrededor, y la flor que surgió creció de diferente manera que el resto: ésta era siamesa. Egoísta era un cornudo y con el flechazo de la muerte de Soberbia, se mataron dos pájaros de un tiro: y la rosa se cubrió de espinas.
Mi trabajo estaba hecho. El jardín por aquella noche estaba completo.


Seguí mirando el manto que cubría y nos separaba del espacio mientras el tiempo pasaba entre los sonidos de los golpes consecuentes y los alaridos de piedad y clemencia de un amante insensato que se enfrenta al demonio encarnado. Fue una melodía sublime.
«Dos menos.»

Nadie dijo que fuera un trabajo fácil, advirtieron. Pero no saben con quién se han topado. Lo que debería latir aquí dentro no es más que una granada de mano con sello de calidad apático y frívolo que mantiene caldeado y estable mi interior. Pero con el paso de los tiempos, algo está cambiando en mí. Ya no tengo la sangre férrea y gélida, ahora veo a mis víctimas a los ojos y sus ojos son de auténtico pavor, y las flores cada vez crecen más podridas e inertes. El arco se aferra más a la tensión y no al tiro.

Pero el último hálito de vida de Arrogante me saca de mis pensamientos: un gruñido resignado que acepta su muerte de mala gana porque esperaba que la mentira durara toda una vida, pero el desengaño llegó en su momento menos esperado. Y el río se mezcló con todo ello y desahogó sus penas en el mar...
Y el acontecer crea olas, olas que se van y las ves volver.
Estoy cambiando al parecer. Ahora surgen los remordimientos cuando los veo perecer. Sus pupilas perdiendo su luz, volviéndose agujeros negros, oscuros, como lo fueron sus almas y sus acciones. Y aun así lo siento. Los siento.
Me apodaron Apático por querer sobrevivir en este infierno que llaman mundo. Y ahora siento como uno de ellos. El mundo sigue siendo un ovillo deshilachado, turbio, negro y profundo. Un abismo donde arrojan sus lados más oscuros, lo remueven y se lo beben. Y luego saltan la valla del límite y  se entrometen en los quehaceres de los que no les convienen o de los más débiles. Y la justicia no llega cuando la están esperando. Y me adelanto. Y a esos ingratos yo los mato.
¿Y yo soy el malo?

Ahora siento como si fuera otro engendro viviente y me compadezco de los ineptos. El mundo se enreda cada vez más. El río transporta cada vez más mentiras y desengaños. Las flores renacen podridas, cada vez hay más. No hay nada que nos salve; sólo podemos mirar atrás y ver que aquello bueno ya pasó.


A. Left me retó con...
  • Una historia/ relato corto con un hilo narrativo libre
  • Apareciese:
    • una torre
    • una flor que renace cada vez que dos personas compartiesen el mismo dolor
    • personajes variados (uno de ellos con un arco que cambiara su personalidad)

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