Destinos que se reencuentran.
Tiró un poco más de la capucha para taparse la cara y
facilitar así a las sombras el trabajo de disimular sus rasgos en la oscuridad.
Dio un mordisco an la manzana verde y salió del porche del palacete después de
haber tirado el corazón por ahí.
Arriba tronó
y un relámpago bajó para iluminar la calle durante un segundo haciendo
pareciese mediodía. Abajo el suelo empezó a mojarse con puntitos de agua que
caían desde la tormenta y en las irregularidades del suelo comenzaron a
formarse charcos. Las hojas y la hierba susurraban al compás del agitado viento
que a su vez refrescaba horriblemente el ambiente.
Cruzó por
medio del camino que separaba dos jardines subió las escaleras de la catedral,
entró por la puerta principal y la cerró a sus espaldas con un chirrido. A su
paso, las velas de los candelabros se encendían y se apagaban detrás de ella.
Llegó hasta la mitad del crucero y se detuvo a escuchar los truenos y la lluvia
torrencial de fuera.
Desde el
triforio llegaban murmullos como de cortinas al moverse y siluetas amorfas se
asomaban por entre las balaustradas; de entre ellas una figura saltó
felinamente y cayó justo enfrente de ella. Un círculo de velas se encendió
súbitamente en torno a ambas personas. Quien había entrado abrió un broche y la
capucha cayó al suelo dejando ver un vestido de faldas azules ajustado arriba
por un cómodo corsé negó sin mangas. Sus brazos estaban llenos de cicatrices, marcas, tatuajes y heridas y
en la mano derecha sujetaba una espada larga.
Quien había
saltado permaneció apartado lo máximo posible entre las sombras del círculo,
solamente mirando con los brazos lánguidos a cada lado del cuerpo sujetando a
penas con fuerza un par de dagas en cada mano.
La
expectación entre los amorfos creció y parecían asomarse con más intensidad a
la balaustrada a la vez que un extraño canto de elevaba en el aire.
«Son
las almas» pensó. «Las almas de sus muertos. Le persiguen y
acrecientan su sed de sangre. Y no dejarán de hacerlo hasta que pierda un
duelo. y él quiere morir».
Las almas
hicieron crecer su extraño canto a la vez que la luz de las velas aumentaba y
dejaba totalmente al descubierto al personaje que se afanaba en buscar las
sombras para ocultarse. Era un hombre joven con aspecto demacrado, piel de
muerto, las cuencas de los ojos vacías y la boca cosida. Algunas de las
palabras del canto de las alas comenzaron a tomar forma y significado: «Niobe…
Niobe… ¿A qué has venido? ¿Qué haces aquí? Niobe, contesta, Niobe. ¿A qué has
venido, Niobe?».
Niobe notó
como una de esas horrendas sombras se alargaba y le tocaba el brazo y blandió
la espada con más fuerza para espantarla. entendió al vuelo que ellas
expresaban los pensamientos del otro.
-No a
matarte.- Dijo.- Te evoco tu juramento.
«Ah,
Niobe, traidora de tu familia. Tú misma me convertiste e un monstruo y tú eres
la única que puede acabar conmigo, Niobe.» Rápido como los relámpagos
que había fuera lanzó un ataque que Niobe repelió diestramente con su espada.
«Me he batido en cientos de duelos con la esperanza de que alguno me
librase de tu maldición pero solo he conseguido salir mortalmente herido de
muchos de ellos. Tuya es la culpa y tuyo es el remedio». -“Mi
maldición” no es otra que la promesa que me hiciste de morir bajo otra espada,
y contigo la memoria de quienes mataste. Y dejaste claro que yo no sería quien
acabase con tu vida.
«Niobe,
por favor, ten compasión y pon tú misma fin a esta miserable tortura. Solo tú
te puedes batir conmigo sin salir yo victorioso». Volvió a atacar a
Niobe varias veces y ella lo rechazó todas ellas serenamente sin devolverle ni
un solo ataque. «¿Por qué no luchas? ¿por qué solo te defiendes, Niobe,
guardiana de mi juramento?». Cada
vez los ataques eran más violentos y la hacían retroceder cada vez más, aun así
conseguía mantenerse serena y sin responder a ninguna provocación del otro ser.
Sin embargo, las sombras de las almas cada vez se acercaban más a ellos y
compactaban un frío anillo a su alrededor.
«Niobe…»
era casi lo único que sabía decir aquel grotesco ser al que se enfrentaba, cuya
voz tenía un tono tan lastimero y triste que incitaba a cumplir con lo que
pedía de una vez por todas. «Niobe, mal rayo te parta el alma…
Niobe…»
Al sentirse
tan agobiada por los ataques y la cercanía de aquellas oscuras siluetas
informes, Niobe lanzó a la desesperada un tajo que acertó a abrir de lado a
lado el abdomen de su enemigo, quien soltó sur armas y se dejó caer al suelo de
rodillas con las manos en la herida y una mueca en la boca, que más bien
parodiaba a una sonrisa. «Ya está, Niobe. ¿tan difícil era? El último
golpe queda en tus manos. Dámelo y acaba lo que empezaste, Niobe.»
Niobe,
cuando se dio cuenta de lo que había hecho, envainó la espada retrocediendo.
-No, nunca.
Yo no soy una asesina.
«Pues
hoy casi te conviertes en una. ¿A qué esperas, Niobe? Dame mi muerte ya».
-No.
«Niobe...»
Ella se
llevó las manos a los oídos intentando inútilmente aislar las palabras que le
dirigía y se quedó en cuclillas llorando. Una de las almas le acercó una de las
dagas.
«Es
muy fácil, Niobe. Solo una estocada más…»
-Que no.
«Niobe,
me lo debes».
Niobe lo
miró con el rostro desfigurado por la rabia.
-¡HE DICHO
QUE NO, CRIATURA!
El rostro
sin ojos se levantó hacia ella, ahora sin ninguna expresión reflejada:
«muy bien» entonces él y todas las almas se deshicieron en
bandadas de infinitos murciélagos que salieron de la catedral rompiendo una
vidriera.
«Niobe…»
Esther Ochoa