Las princesas también visten de negro



   Cuando entró en el salón de baile se dijo que esa sería su noche. Iba tan bien puestecita con su vestido, su peinado, sus joyas y sus zapatitos que casi parecía una reina. Antes de que los demás pudieran advertir su presencia en lo alto de la escalinata tuvo tiempo de regalarse la vista con todo: las arañas de cristal brillaban recién pulidas; vio la larga fila de mesas de los aperitivos, las flores por la sala, algunos niños jugando; y lo que más la impresionó de todo fueron los vestidos; todos eran de una gama de colores amplísima que se mezclaba y se movía al ritmo de la música de la orquestilla, todos parecían iguales pero a la vez muy diferentes.  Sobre cada vestido iba un peinado, desde moños, trenzas y coletas hasta melenas sueltas con flores y perlas entrelazadas. Todo era un espectáculo.
   De repente el mayordomo anunció su presencia a pleno pulmón y se interrumpió la música de la sala, las conversaciones, incluso el tintineo de los platos calló de repente mientras todos los ojos se volvían hacia ella.
   Hubo exclamaciones ahogadas, risillas flojas y murmullos con afán de crítica. Sonrisillas falsas y caras de superioridad o burla llenaban el gran salón de baile que ahora permanecía silencioso a excepción de los cuchicheos, que cada vez tomaban más volumen y daban forma a una carcajada general.
   Estaba claro que a ninguno de los de allí presentes le agradaba su presencia, ni su aspecto: el único vestido negro en mitad de todo el maremágnum de colores, las joyas negras y la sencilla diadema que decoraba su pelo hacían buen juego con el vestido y su corazón.
   Claramente no encajaba en aquel ambiente colorido. Quedaba claro que no era como los demás. Parecía que todos hubieran acaparado todos los colores como una especie de acuerdo colectivo para apartarla.
   Alguien tuvo la decencia de callarse y pronto los demás siguieron su ejemplo. La música comenzó a sonar y lentamente cada uno volvió a sus conversaciones, bailes o aperitivos.
   Sin perder la compostura, bajó los escalones hacia la pista de baile sin expresión en el rostro y, con paso lento, fue hasta la mitad del salón, justo debajo de la más grande de las lámparas.
   Unos minutos después no hubo más risas, coqueteos, música, conversaciones, bailes… Ni gente.

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