Trocito de novela realista
Decidió que no le gustaba el mundo de los adultos
cuando descubrió que los trenes siempre
salían a su hora, que necesitabas dinero para aprender y que aunque viajaras
donde quisieras siempre estarías localizado por culpa de la maldita tecnología.
Todo el mundo era ajeno a respetar lo que la impiedad de los psicólogos
nombraba como sentimientos. En este
mundo de adultos a nadie le importaba lo más mínimo si estabas alegre por el
nacimiento de un nuevo hijo, o muy apenado por la pérdida simultanea de tus dos
padres. Al igual que los sentimientos, había otra cosa que la gente solía
tender a saltarse siempre que les era posible, oportuno y conveniente, pequeños
detalles que hacen de la vida un marco aburrido de costumbres y convenciones,
pero que a la vez podían servir para mantener todo este caos seguro y
organizado: las normas.
En esto se
fijaba la pobre Alejandrita, que, con dieciocho años apenas cumplidos, todavía
hacía gala de la inocente y tierna ingenuidad que suelen tener los niños de
ocho. Para ella lo más importante siempre era estar a gusto con sus
sentimientos y que los demás también lo estuvieran para así poder respetar los
ajenos. De este modo, y para evitar así que su propia mente se riera de ella,
también aceptaba cumplir, aunque a regañadientes, con las normas. ¡Ojo! Solo
con las normas, no con los convencionalismos, o las modas. Por eso, ésta, en
aquellos días en los que estaba aprendiendo a conducir, se indignaba muchísimos
y echaba pestes por la boca cuando algún desgraciado no marcaba el intermitente
al salir de una glorieta o algún incauto al volante no hacía un stop correctamente; en estas
situaciones, su apreciado profesor de autoescuela le decía que se calmase y que
no debía enfadarse con el mundo porque hubiera cuatro imbéciles sueltos para
fastidiar al resto. Luego ella contestaba con un: «aun así no
deberían hacerlo, ¿quién si no les ha
dado el puñetero carné?». Entonces el profesor sonreía y seguía atento a
la lección.
Esta
ingenuidad y apego a las costumbres infantiles se hacían más evidentes en el
terreno del amor. Alejandrita tenía un novio, con el que discutía muy
frecuentemente, pero sin el cual no sabía estar. Era Alejandrita celosa por
definición como corresponde a cualquier zagal de temprana edad y, aparte de
esto, era muy dada a formarse ilusiones y fantasías en su cabeza con alegres
recibimientos o llorosas despedidas o una observación precisa de pequeños
detalles, pero gran parte de las veces era ella quien se alegraba al reunirse,
quien lloraba al despedirse y quien se fijaba y daba enorme importancia a los
pequeños detalles. Él por su parte no entendía y muchas veces se enojaba por el
infantil comportamiento de su novia y le decía que a veces se sentía como
saliendo con una cría de cinco años por sus berrinches. Entonces Alejandrita
decía que no eran berrinches y que si él no quería empezar a tomarse en serio
su particular visión de las cosas, a ella le iba a importar poco y que seguiría
siendo así como solo ella era. Después de discutir un buen rato y no ceder
ninguno de los dos, la cosa quedaba en tablas y terminaban haciendo el amor
hasta la hora en la que ella debería estar en casa.
Una relación
“complicada” la suya, solía pensar a veces cuando las toneladas de dudas que
tenía en su cabeza resbalaban hasta su estómago y allí se quedaban hasta la
próxima vez que sucediera algo que le diese la oportunidad de empezar a dudar
de nuevo.
Otras veces,
Alejandrita discutía con cualquiera porque la chica era muy dada a tomarse
todas las cosas muy en serio; ya fuera una broma, una competición o por pura
terquedad, casi siempre acababa discutiendo con alguien por su fuerte carácter.
Tal vez
fuera eso lo que la impulsó a romper con todo lo que llevaba rigiendo su vida e
intentar buscar, sin éxito, la pobre , un lugar en el mundo donde se valorase
su tenacidad y la calidad del trabajo, no su cantidad, como viene siendo desde
que el mundo es mundo. Mandó al cuerno a toda su familia, se olvidó de los
estudios que no necesitaría y dejó desconcertado a su novio con una ambigua
invitación a marcharse con ella. Así
ella vivió de forma bohemia y casi nómada durante un tiempo largo sin apenas
echar de menos a alguien o lamentarse de su decisión. Vivió más o menos como
quiso y como pudo, hasta que un día se la tragó el mar.