Llueve
I. Llueve.
Gotas heladas sobre el translúcido
cristal de mi ventana.
Gotas cayendo por el vidrio como un helado
derritiéndose
por la superficie del barquillo que lo sujeta.
Sin hacer ruido, mas sí emitiendo una
melodía deliciosa que adormece con tan solo oírla. Gotas dejando un rastro para
indicar a las demás a que lleguen detrás.
«Gotas de agua helada, nada más».
Sopla el viento y me despeina; estoy
asomada al ventanal, y miro al exterior. El ambiente es húmedo, no hace frío
pero llueve.
El mismo paisaje una y otra vez; esos
árboles que en un tiempo -no tan lejano-, lucieron sus preciosos y floridos
brazos que, cuyos vivos colores, alegraban la vista de quienes los mirase; el
caminito semiasfaltado que conecta unos kilómetros más adelante con el
siguiente pueblo; la carretilla de madera cuya rueda carcomida por las termitas,
yacía en el suelo mojado… Nada ha cambiado ni lo más mínimo desde ayer. «No es
un paisaje que guste a la gente: todo nublado; pero a mí, no me desagrada».
Mis ojos se alzan al cielo gris y,
perdiéndome por las ondulaciones de las nubes, miro más allá de la tormenta:
nubes claras, «buena señal, por fin veré la luz del sol». Nunca he visto
brillar el sol, ni tampoco un arco iris entre los nubarrones que esconden el
cielo.
Antes no me permitían jugar en el patio
del orfanato. No era lo suficientemente mayor para que me dejasen salir al
exterior, o eso era lo que me decían. Tampoco ahora, aquí, en mi nuevo hogar.
Aquí siempre llueve, sea otoño sea
verano, da igual. Siempre llueve, y siempre se van, y cuando se van…me quedo
sola.
Llueve. Llueve fuera y dentro de mí.
Llueve, y no tengo paraguas. Tengo frío. Pienso que cuando me dé la vuelta va a
ver alguien detrás de mí, con los brazos bien abiertos, esperándome. La ilusión
se adueña de mí. La alegría que tenía, me impulsa a darme la vuelta hacia el
interior de la habitación, cerrando tras de mí la ventana. «Pero no se ha hecho
realidad», no hay nadie aquí.
Toda la alegría y la ilusión se
desploman; cien kilos de pena me abruman y otros quinientos de tristeza, me
derrumban.
Otra vez me encuentro en el mismo
espacio vacío: mi habitación.
Sin nadie. Nadie…, suspiro y miro al peluche
tirado en el suelo de la habitación, «tú, siempre estarás ahí, ¿verdad?
Riéndote de mí. Sé que no hay nadie, pero, podía haber alguien por una vez,
¿no?». No, porque yo estoy destinada a estar sola. Siempre sola, aunque los
sentimientos y las emociones hagan que me sienta acompañada... Físicamente, estaré sola.