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   Todo parecía demasiado irreal; como cuando despiertas de una profunda borrachera al día siguiente y te preguntas qué cosas son las que han sucedido realmente y cuáles no.  Llevaba un pijama de hospital limpio y las sábanas de la cama ya no tenían manchas de sangre y el suelo tampoco olía a vómito. Alguna enfermera había tenido la gentileza de no subir las persianas en un día tan soleado, de dejar la habitación en penumbra.
   Recordaba brevemente los ataques y a los médicos corriendo de un lado a otro, las inyecciones de calmantes y el dolor sordo de cabeza, igual que el de un casco que le oprimía las sienes. No había nadie en la habitación y el silencio solo era interrumpido por los pitidos del monitor; quería quitarse ese dichoso cable, pero sabía que si lo hacía enseguida una manada de enfermeras y doctores se acercaría corriendo a la habitación para hacerle preguntas y pincharle cosas. Intentó incorporarse pero se dio cuenta de que unas correas le sujetaban por el pecho, la cintura, los brazos y las rodillas. Tuvo un pequeño acceso de claustrofobia. ¿Por qué? Nunca le habían tratado de esta manera y su trastorno no era de ingresar en la unidad psiquiátrica. Durante algunos achaques había sufrido espasmos violentos, o revolcado en el suelo de puro dolor, pero nunca se les había ocurrido atarle. Tampoco nunca se había hecho daño a sí mismo ni a nadie. ¿Se había convertido de repente en una amenaza?  ¿O realmente le habían encerrado en una casa de locos? No sabía nada; ni cuántos días pasó inconsciente. Sufrió un pequeño espasmo en la  pierna derecha y muy a su pesar eso le tranquilizó algo: al menos sabía que no estaba muerto. Notaba también hormigueo en las articulaciones; se le estaban durmiendo por la fuerza con la que estaban atadas. Ni siquiera podía llamar a nadie que le ayudase. Trató de soltarlas un poco pero fue tarea imposible.
   Fuera en el pasillo, alguien correteaba con los pasitos apresurados de una ardilla. Abrió la puerta de la habitación y se asomó dentro. Era una chica menuda y esmirriada, de larga melena áspera y rizada de color pajizo y ojos vivaces y verdosos. Se fijó en él, que se fingió dormido, y entró en la habitación para esconderse presta debajo de la cama de al lado.
El abrió los ojos y a poco echó el corazón por la boca al ver la cara de ella tan cerca de la suya. Su pelo le rozaba la mejilla.  La chica-ardilla escudriñaba su rostro atentamente con curiosidad infantil. Sin decir nada se bajó de la cama y ojeó su historia. Se oyó a un grupo de personas en el pasillo y ella corrió a su escondite sin hacer ruido. Y allí se le quedó mirando. De todas formas él le devolvía una mirada no exenta de interrogantes e igual curiosidad.
Las voces del pasillo se acercaban y cada poco abrían y cerraban alguna puerta. Un celador abrió la puerta de la habitación suya y tres o cuatro personas más entraron en tropel. Alguien subió la persiana sin ninguna delicadeza y la luz se clavó en los ojos de los dos enfermos. Escuchó un forcejeo en la cama de al lado, ruidos como de pelea y un grito:
   -¡Joder! ¡Me ha mordido!
   Él disimulando dormir vio tras su flequillo cómo entre cuatro personas sacaban a la chica de debajo de la cama mientras ella se debatía y se revolvía como una serpiente.  Daba patadas y arañazos intentado zafarse pero siempre había otro preparado para cogerla. Finalmente, consiguieron sacarla de ahí y hubo más ruidos de pelea. Ella gritaba que no, que no quería, que no quería ir, pero los otros insistían en que era bueno, en que era por su bien. Pero ella no quería ni bien ni mal. Entre dos la redujeron y una enfermera aprovechó para ponerle un sedante. Ardillita dejó de luchar y un celador joven la cargó como si fuera un saco de patatas. La enfermera se acercó a la cama y estudió el rostro del chico:
   -No se ha enterado de nada. Sigue inconsciente.
   Quiso hacer algún movimiento que indicara lo contrario aunque nada de su cuerpo respondía. «Mentira, no estoy inconsciente y me he enterado de todo. ¿Quién es esa chica y por qué ha entrado aquí? ¿De qué huye? Mierda, no puedo mover nada»
   Después todos se fueron dejando el mismo silencio que antes estaba. Al menos habían vuelto a bajar la persiana y la luz ya no jodía tanto. Habían quedado algunas huellas de la pelea en la habitación: había algunas gotas de sangre en el suelo –seguramente del tipo que se había llevado el mordisco-, la cama estaba movida de su sitio y una jeringuilla rota yacía en medio del charco de su contenido. Luego pasarían a limpiarlo.
   Solo otra vez, no tenía nada más que hacer que rehilar pensamientos y recuerdos inconexos; trataba de dilucidar si los últimos acontecimientos habían sido reales. Al poco la cabeza comenzó a dolerle y el monitor pitaba más fuerte y más deprisa. Se revolvió del dolor y entonces cayó en algo que estaba escrito en la ventana con letras rojas, de sangre o de pintura. Seguramente lo había escrito ella. ¿Pero por qué? ¿Qué significaba aquello?
Pronto la habitación se llenó de médicos atraídos por el ruido. No se dio cuenta de que había empezado a gritar. La vista se le iba nublando y no podía despegarla de aquella extraña frase.

Esther Ochoa

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