KUEI
(...)
Esbocé una sonrisa de medio lado, imperceptible. Observaba desde el tejado de las buhardillas la otra hilera de casas. El ambiente se congelaba en las alturas: soplaba una gélida ráfaga de aire que corrompía hasta lo más profundo de las entrañas. Me mimeticé con las gárgolas petrificando mi cuerpo e irguiéndolo hasta encorvarlo aguantando el aliento. «Sombras, venid a mí». El viento arrancó de cuajo un sombrero sin dueño que fue golpeándose con los faroles hasta que desapareció por la zona menos iluminada de la Ciudad.
Esbocé una sonrisa de medio lado, imperceptible. Observaba desde el tejado de las buhardillas la otra hilera de casas. El ambiente se congelaba en las alturas: soplaba una gélida ráfaga de aire que corrompía hasta lo más profundo de las entrañas. Me mimeticé con las gárgolas petrificando mi cuerpo e irguiéndolo hasta encorvarlo aguantando el aliento. «Sombras, venid a mí». El viento arrancó de cuajo un sombrero sin dueño que fue golpeándose con los faroles hasta que desapareció por la zona menos iluminada de la Ciudad.
El crepúsculo y la decadencia cubrían con manto la urbe: reinaba la
oscuridad, y, salvo los fantasmales gemidos del vendaval, el silencio ahogaba
de zozobra el ambiente. Se condensaba un mar de densa bruma, casi plomiza por los
tejados. Olía a crueldad humana a kilómetros, de ésa que tiñe de escarlata los
panfletos informativos y satinan los nombres de las víctimas a fuego en la
memoria de muchedumbres… Aquel anochecer sólo podría amanecer de una manera y eso
supondría elegir quién sería parte de las hojas que se leerían con desdén y
cinismo a la mañana siguiente.
No dudé. Me abalancé al abrigo del abismo y me confundí con las prendas
de lo tenebroso hacia el ventanal de la casa. No reparé en si el impacto rompía
en añicos el cristal de la ventana y alguno dañaba a mi objetivo. «No existe piedad
para el sinvergüenza». Mi presencia obscura no tardó en sentirse como una
amenaza y sorprendió tanto a aquella mujer como a su agresor que la sostenía
casi moribunda en el suelo; con la otra mano, un cuchillo. Ella gritaba
clemencia.
—Bastardo. —Espeté
mientras lo derribaba aprovechando el impulso; sobre mi faz dejaba encarnada la
cara de El demonio por el que se me conocía.
—AAAAAAAAAAH— gritó el
desgraciado, cuchillo en mano. Proyecté en mis ojos el odio y la rabia de un
sentimiento iracundo e impotente que llevo asumiendo durante épocas, y lo
desvirtué hasta que reuniera la esencia del miedo que atemorizaba a ese
impresentable. Quería que sufriera, que sintiera lo que es el terror de verdad.
Que se enfrentara a una bestia de su tamaño, y viera en mi Draq a sus peores
pesadillas. El tipo se meó encima. Pero la tortura no era suficiente porque el
miedo de su esposa no se había compensado por todas las temporadas que estuvo
callando, sufriendo en silencio o en pleno llanto. Agarré el cuchillo e impartí
justicia por una vez en esa casa.
—Dejarás volar al
cóndor.
Miré a la mujer y supe que mis actos transcendían a la ética y al
entendimiento lógico y razonable. No pidió explicaciones. Sólo me miraba
gimoteando, pero sus ojos delataron aquello por lo que pedía vivir. Y seguí esa
mirada hacia debajo del tocador de madera de la habitación. Dos pupilas negras,
vidriosas centelleaban asustadas, expectantes. Draq esperó órdenes y a mi parte
más humana se le quebró la voz y preferí no pensar en nada más que «el fin
justificaba mis medios». Y consideré dirigirme a aquella criatura inocente.
Draq mutó y mi cara se humanizó no en su totalidad. No sé qué quería evidenciar
en esos momentos: nada de aquello que había ocurrido se justificaba como
humano. Nada.
—Tu madre es una heroína
—espeté roncamente— tenlo siempre presente.
Pero la criatura no dijo más que «K-u-e-i». Y me señaló. Quise decir
algo, pero no arreglaría nada. Recogí el cuerpo del agresor y lo llevé conmigo.
«Sólo vine por un alma…».
Tras librarme de aquel desgraciado monte abajo, acabé dirigiéndome al
mismo lugar de siempre, casi sin pensarlo. Tarareaba una melodía que me supo amarga.
Cuando llegué, parecía que el temporal iba acorde con mis pensamientos: primero,
gotas arrítmicas; luego, a esgalla. Suspiré. Mientras, saqué bajo la capa el tulipán
níveo que tanto le gustaba, y previo a enterrarlo, besé sus pétalos.
—Otro cóndor libre…
No obtuve respuesta. No necesitaba que nadie dijera nada. Me valía con
disfrutar del silencio de la lluvia que purificaba de pies a cabeza cada pecado
y se confundía con mis propios sollozos. En mi cabeza resonaba la culpa y se tradujo a un lenguaje inteligible,
que me hirió más al recitarlo en voz alta: «…a ti te cortaron las alas…» miré a
la tumba, «…y no pude hacer nada por impedirlo». Caí de rodillas.
Comenzaba a despuntar la aurora, y no tardó en oler a la frescura del
petricor.
(...)
[Fragmento integrado dentro de un proyecto de novela real en proceso (por
Victoria H.C. )]